Pròleg

Prologo I - Presagio al amanecer

1 de Eleint (Septiembre) de 1372

      Nunca deja de maravillarme cómo despierta Calimport cada mañana, incluso cuando el sol todavía duda en asomarse por el horizonte y la bruma marina se aferra a las callejuelas como un manto de plata. Las campanas de los descargadores ya han sonado en el puerto, los cargadores de especias gritan los primeros precios y los trikares revisan sus primeras vasijas, pues nada debe salir en mal estado si pretende llegar a la mesa de algún adinerado. Y aquí estoy yo, Humran ibn-Salif, mayordomo del excelentísimo visir Harran el Gris, recorriendo las arterias de esta ciudad que late con un ritmo tan antiguo como la arena misma.

Dicen que el sultán Ralan el Pesarkhal es el corazón de Calimport… y quizá lo sea. Pero son sus seis visires los que actúan como la sangre que lleva su mandato a cada rincón. Tres tradicionalistas, guardianes de las costumbres, tres reformistas, soñadores de nuevas sendas… y entre ambos grupos se teje ese equilibrio tan frágil y, sin embargo, tan próspero. Mi señor, Harran, era —es, me digo todavía— la voz más firme de los guardianes de lo antiguo: prudente, templado, sabio como las piedras de la Gran Biblioteca. Gracias a él, y a quienes como él entienden que el cambio debe llegar como el riego a las palmas y no como un torrente que arranca las raíces, la ciudad goza de orden, de justicia y, sobre todo, de continuidad.

Atravesar el Zoco de los Nacares a estas horas es una delicia reservada solo a quienes tenemos los pasos permitidos por esta zona de los más adinerados. Aquí no hay mercachifles voceando trastos ni vendedores de pescado podrido. Aquí, cada puesto es una obra de arte: sedas de Thay dispuestas como cascadas de luz, perfumes de Chult que embriagan a metros de distancia, joyeros que trabajan la plata con la paciencia de los sabios. Miro a izquierda y derecha y reconozco los estandartes de los gremios: los Sirdan ya están en plena faena, examinando los últimos cargamentos de gemas encantadas que llegaron anoche con la luna creciente; más allá, los Vireh charlan en corrillo con dos mercaderes de caravanas, quizá tanteando nuevas rutas de tributo o favores, siempre con esa sonrisa que no deja ver si ofrecen dádiva o exigen servidumbre. Los Qasrim han enviado una pareja de vigilantes, rígidos como lanzas, a revisar las balanzas, y uno casi puede sentir cómo se crispan cuando ven a los Al-Zamir supervisar las cajas de recaudación de aranceles. Es un juego eterno, pero uno que mantiene la maquinaria en marcha.

Al doblar una esquina, la sombra del Templo del Ojo Silente se proyecta sobre la calle, oscura y siniestra incluso a plena luz. Nunca me he sentido cómodo cerca de ese lugar. Dicen que ni la antorcha más brillante sobrevive tras sus puertas, y que los ecos de su interior pertenecen más a la Dama de la Noche que a este mundo. Irtemara el Eradsari… solo oír su nombre me eriza la piel. ¿Qué secretos guarda ahí dentro? Mejor no preguntarlo.

¡Ah, el comercio! Qué sería de Calimport sin su comercio. Aquí, bajo estos toldos de colores, se encuentran las riquezas de Faerûn y aun más allá. Seda de Kara-Tur, especias de Zakhara, alfombras que cuentan historias en sus nudos, gemas que reflejan cielos que nunca hemos visto. Todo tiene su precio, por supuesto; y si uno está dispuesto a pagarlo, nada es inalcanzable. Ni siquiera los caprichos más oscuros. Miro, sin demasiado disimulo, la subasta que se prepara en la esquina del Patio de los Siete Vientos: hoy traen esclavos de buena cepa, jóvenes de las islas del sur, fornidos y de mirada mansa, y también dos muchachas rubias de los reinos del norte, de esas que se pagan con oro por su rareza. El pregonero alza la voz anunciando que el lote especial incluye una nodriza entrenada y un escriba que sabe cinco lenguas. Buen día para quien busque aumentar su casa con siervos útiles. Pienso en hacer una nota mental: al señor le agrada tener escribas de buena pluma, quizá deba pujar en su nombre.

Mientras avanzo, la brisa del mar trae el aroma salobre mezclado con el dulzor del trika recién abierto. Pienso en el sultán. Hace semanas que no se deja ver en público, y aunque las malas lenguas insinúan achaques propios de la edad, yo no presto oídos a tales rumores. Ralan el Pesarkhal ha llevado esta ciudad a una era de estabilidad que ni los mapas más antiguos recuerdan. Fue él quien reorganizó los gremios tras las Guerras de los Acechadores Oscuros; él quien salvó la línea sucesoria cuando los traidores intentaron desangrar el trono; él quien, con mano firme pero corazón magnánimo, ha sabido mantener a raya tanto a los reformistas impacientes como a los tradicionalistas excesivamente rígidos. Si guarda reposo, será por consejo de los astrólogos… o quizá porque dedica su atención a su hijo, Jalid el Pesarkhal, que se encuentra de viaje aprendiendo las sendas del comercio, la diplomacia y la guerra que un día heredará.

Mi ruta me lleva ahora por la Avenida de los Mil Candiles, una calle ancha, flanqueada de palacios donde los portales son tan altos como la ambición de sus dueños. Aquí las carrozas de los comerciantes hechiceros se cruzan con las de los príncipes de la seda, y cada uno intenta aparentar modestia mientras cuenta sus monedas en secreto. Frente a mí, la Casa de Té “Los Vientos Cambiantes” exhala su aroma dulce y especiado: allí descansan mercenarios, allí escuchan los eruditos, allí se cierran tratos que no siempre se firman. Dimhra Kurma, su dueña, puede ser tu esperanza de encontrar trabajo, una salida o la verdugo que con una nota suya ponga precio a tu cabeza.

Pero hoy no hay tiempo para té. Hoy siento un ligero malestar, una punzada que me acompaña desde que amanecí. Quizá sea la carta que llegó anoche, sellada con la cera del visir, citándome de urgencia a su residencia principal. No es habitual que mi señor despierte antes que el sol; es hombre de hábitos pausados, de desayunos largos y tertulias meditadas. Algo le preocupa, y si algo preocupa a Harran el Gris, es algo muy a tener en cuenta para la ciudad.

Doblo la última esquina y allí está la residencia: austera, de piedra caliza, con los jardines interiores perfumando discretamente la calle. El portón está entreabierto. Extraño. Siempre está cerrado a esta hora. Empujo con cuidado, llamando a los porteros, a los criados… silencio. Solo el eco de mis pasos responde.

Camino por el vestíbulo, notando una ligera capa de polvo que no debería estar allí. Las alfombras no han sido sacudidas, las lámparas no han sido encendidas. Es como si la casa entera hubiera contenido la respiración. «¿Señor?», murmuro, avanzando hacia el despacho. La puerta de cedro está entornada. Entro. Y entonces lo veo.

La silla vacía. La mesa con los anillos —sus anillos— alineados sobre ella. Y una montaña de ceniza, gris y fina, depositada justo donde debería estar su sombra.
Mi corazón se acelera. Extiendo la mano, murmuro el conjuro menor de clarividencia que me enseñó el propio Harran para las noches de sospecha. La bruma arcana revela lo que temo: la ceniza palpita, y se dispersa. Son restos humanos.

Mi señor… mi señor Harran, ¿qué os ha sucedido? ¿Por favor que no seáis vos?

La balanza… se ha roto.

Prólogo II - El anochecer de la profecía

20 de Eleint (Septiembre) de 1370

           El sol se hunde en las aguas del mar resplandeciente como un pedazo de bronce incandescente, y la ciudad exhala su aliento más pesado cuando las sombras empiezan a reclamarla. El atardecer es cuando Calimport muestra su verdadero rostro: no ese que venden a los mercaderes ricos ni el que alaban los visires en sus palacios, sino el rostro ajado, cansado, ennegrecido por la codicia que la asfixia.

Camino entre las callejas del Bajo Zoco, allí donde el perfume de las especias no tapa el hedor a cuerpos sin techo y a sueños rotos. Las piedras aquí guardan lágrimas que nadie cuenta, y cada rincón oculta un niño que aprendió demasiado pronto que la compasión no alimenta. Aprieto la máscara blanca contra mi rostro: fría, sin expresión. Prefiero que vean la máscara y no la cicatriz que me quema todavía el lado derecho de la cara y del cuello. Esa herida… recuerdo su olor a ozono, la descarga que me arrancó la piel cuando me interpuse entre unos mercaderes y aquella muchacha. Querían comprarla como si fuera grano. Ella escapó; yo quedé marcado.

El puerto… ah, siempre bulle. Pero no todos los barcos traen riquezas: algunos traen cadenas, otros hambre. Veo los cargadores encorvados bajo el peso de mercancías que jamás podrán poseer. Veo a los recaudadores que apuntan cada saco, cada moneda… no para la ciudad, sino para llenar las arcas de quienes ya tienen demasiado. Y la gente, esa multitud cansada, ni siquiera mira. Han aprendido que mirar duele.

El Templo del Ojo Silente se recorta en el horizonte como una sombra de olvido, puro como la noche sin estrellas, Irtemara el Eradsari… He oído su nombre en los susurros de los que temen vivir y de los que no saben morir. Guardiana de un poder que lo podría cambiar todo, parece no querer hacer nada, será miedo a la verdad o simplemente quiere seguir viviendo de la sangre de esta ciudad.

Sigo caminando. El Zoco de los Nácares está a punto de cerrarse: los toldos bajan, las lámparas se encienden. Aquí el oro habla más alto que la sangre. Veo a los adinerados guardando sus cofres, a los eruditos repartiendo sonrisas envenenadas, a los Amires contando impuestos hasta de la miseria. Y, entre ellos, las subastas que llaman “justas”: carne humana ofrecida al mejor postor. Un escriba, una nodriza, una niña de ojos verdes… todos etiquetados, todos tasados. Siento la cicatriz arder. Siento los dedos tensarse.

Cruzo hacia los suburbios. Aquí la luz de los mil candiles no llega; aquí la ciudad deja de fingir. Las casas son conchas vacías, los niños juegan con barro, las madres venden lo que queda de sí mismas para alimentar a los suyos. Y aun así, llaman al sultán el corazón de Calim. ¿Qué corazón late dejando que su piel se pudra? ¿Qué decisiones toma cuando los visires son el verdadero cerebro? Codiciosos, hedonistas y sin escrúpulos. Corazón… la palabra me golpea. El Corazón de Calim. Perdido, olvidado. Dicen que los antiguos djinns lo dejaron como ancla de poder, una chispa capaz de devolver la vida a estas calles o de quemarlas hasta la raíz. Nosotros sabemos dónde estuvo, sabemos quién lo busca y quién teme su regreso. No somos muchos, pero seremos suficientes.

Llego a la casa sin nombre, en la tercera curva del callejón de los Candiles Muertos. Tres golpes, dos silencios, una pausa. La puerta se abre. El olor a incienso barato me recibe como siempre. Dentro, decenas de máscaras blancas giran hacia mí. No hay saludo hablado: todos inclinan la cabeza. Respeto. No a mí, sino a lo que represento.

— Za’ïm —susurra uno—. ¿Viste la ciudad sangrar hoy?

—La vi ahogarse —respondo, mientras la máscara me devuelve mi propia mirada vacía.

La reunión comienza. Pronto hablaremos de rutas, de nombres, de movimientos. Pronto, la noche será nuestra aliada.

Porque mientras ellos juegan con cadenas y monedas… nosotros buscamos el Corazón.

Y el atardecer de Calimport… no es el final. Es el presagio.