Prólogo y Epílogo
Prólogo I - Hay que aprender del pasado, para poder guiar el futuro
La joven no podía apartar la vista del espectáculo que tenía frente a ella. El día era soleado y el jardín real estaba esplendido en esta época del año: un manto de color blanco y púrpura rodeaba un perfecto cuadrado de color verde vivo. Un lugar tan mullido como la alcoba de la princesa donde no se dejaba crecer ni una sola mala hierba, ni una sola imperfección, un escenario digno de un plano celestial.
Un destello de luz devolvió su atención al centro del escenario. Las espadas se cruzaban a una velocidad vertiginosa. El maestro lanzó varias arremetidas seguidas, haciendo parecer que la espada se desvanecía. Un desvío firme, una finta sutil y una parada en diagonal aparecieron como si de una danza de armonía y acero se tratara; un instante de inmovilidad como si el tiempo se hubiera parado y otra serie de golpes relampagueantes que trazaban líneas de luz por todo el jardín con el reflejo del sol en las espadas.
– Mi señora Tanalasta… – reclamó el mago con una sutil voz.
La princesa buscó a su tutor con la vista y al cruzar miradas se ruborizó de vergüenza.
– Perdonadme Vangerdahast, observaba a Alusair entrenar y me desvié de la lectura… – las palabras sinceras de la princesa aún tornaron más rojas sus mejillas.
– La verdad es que es fascinante verla pelear – Reconoció el anciano – y está haciendo sudar a Thomdor, que se vanagloria de ser la mano derecha del rey.
Una sonrisa brotó del rabillo del anciano al pensar en esa idea. Sería una buena chanza con la que contrarrestar las bromas del barón cuando al atardecer se reunieran en el Consejo más tarde. Con un movimiento sutil de la varita en su mano señaló el libro que la mayor de las princesas tenía ante ella. Tanalasta entendió la referencia y empezó de nuevo a leer.
“Es sabido por todos los habitantes de Cormyr que en los principios del País de los Bosques sólo reinaban la naturaleza y las gigantescas criaturas a las que llamaron dragones. Éstos, gobernados por el gran dragón negro, Thauglor, gozaban de un paraíso lleno de presas y numerosos hogares donde descansar. Fue en el año -205 CV cuando Iliphar, el Señor de los Cetros, derrotó a Thauglor la Oscura Muerte en un duelo singular, haciéndose así con el control de todas estas tierras. Pero nada dura para siempre. Los humanos dispuestos a descubrir, conquistar y asentarse en nuevas tierras, traspasaron las fronteras y pisaron el reino de Cormanthor, matando animales por doquier y talando todos los árboles que encontraba. Una actitud que los elfos detestaban. Llegaron los primeros enfrentamientos, donde los humanos saeteaban a todos los elfos que se cruzaban cortándoles las orejas, y los elfos prendían fuego a todos los asentamientos humanos que encontraban. Las cosas cambiaron cuando la familia de Ondeth Obarskyr se asentó en los Bosques del Lobo. Los elfos enviaron a Baerauble, un mago humano que era un muy leal servidor y buen amigo, a negociar con Ondeth para que abandonaran esas tierras que pertenecían a los elfos desde hacía más de 200 años.
Ante las exigencias de Ondeth de parlamentar con los elfos, los humanos fueron teleportados por el mago a los bosques donde, tras participar en una cacería de un oso lechuza y causar una buena impresión a los elfos, Iliphar Nelnueve les permitió vivir en sus bosques.
Tras años de relación, los asentamientos humanos crecieron bajo el mando de Ondeth. Ante esto, Baerauble le propuso coronarse rey, pero no fue hasta su muerte que Iliphar Nelnueve mostró verdadera presión. El Señor de los Cetros instó a Faerlthann a aceptar las condiciones elfas o habrían de marcharse de Cormyr para siempre. Bajo esta coacción, Faerlthann se proclamó rey con el apoyo de sus consejeros, aquellos que le ayudaron a negociar las condiciones del acuerdo.
Y así, el rey elfo se quitó su corona y se la ciñó a Faerlthann en la cabeza recitando: “Faerlthann Obarskyr, hijo de Ondeth, señor de Suzail, señor de quienes en ella moran y rey de Cormyr, de los bosques del Lobo y del Reino de los Bosques. No puedo hacerte rey porque los tuyos ya lo han hecho. Te exijo que protejas esta tierra, igual que lo han hecho los elfos, que reconozcas los derechos de éstos a cazar en sus dominios y que tú y tus descendientes hagáis gala de sabiduría y compasión para con vuestros súbditos”.
Y de esta forma nació el primer rey de la próspera y rica dinastía de los Obarskyr, que han reinado, reinan y reinarán superando las adversidades por los siglos de los siglos.”
El sabio siguió observando a la mayor de las hermanas mientras leía, pero se perdió en sus pensamientos. Había hablado muchas veces sobre el asunto con el rey Azoun IV y, aunque él siempre le quitaba hierro al asunto, al mago le generaba cierta incertidumbre el futuro de Cormyr. Compartía la idea de que ambas princesas eran una bendición, pero Azoun no viviría eternamente y la mayor, Tanalasta, que debería reinar no se veía capaz casi ni de hablar en la corte delante de los nobles. Mientras, la pequeña, Alusair que parecía estar forjada en el acero para liderar, no quería pisar el castillo y mucho menos ver de cerca la sala del trono. Observó a la más joven de las dos sonreír mientras, con la iniciativa del combate, hacía retroceder a su viejo amigo y pensó que quizás esos eran problemas del futuro, Como decía el rey, ya cruzarían ese puente cuando llegaran.
Prólogo II - La información gana batallas
La joven, con un gran esfuerzo en no perder la etiqueta, recorría los pasillos de la casa todo lo rápido que podía. En su mente solo tenía dos ideas, estar pendiente de con quien se cruzaba para saludar como tocaba a los señores y llegar lo antes posible ante la matrona con su preciado cargamento.
Tanto Delamartina como Sormela estaban tomando su “te” de la tarde cuando la joven abrió la puerta del salón desde fuera, sin aliento, pero guardando la compostura en todo lo posible, se acercó a la dama de compañía y le entregó su preciado tesoro. Enrollado con delicadeza, el pergamino, una pieza muy bien trabajada, incluso parecía tener trazos de escritura mágica.
– A costado que llegue esta vez el “Moonwishes”. – Remarcó Sormela mientras lo desenrollaba con cuidado.
– Puede ser la costumbre que más echo de menos, en la capital lo podíamos leer todas las semanas.- Una mueca de desazón atravesó el cuidado rostro de Delamartina.- Aquí nos llega solo una vez al mes.
– Y a un precio obsceno.
La matrona pagaba un servicio especial de mensajería para que le llevaran todos los meses una copia de este semanario, uno en especial con una sección de noticias que podían ser de vida o muerte en Cormyr.

– Mi señora. – La marcada pausa de Sormela parecía una preparación, como cuando te encuentras al borde de una cueva de bandidos y sabes que el siguiente paso estará en el filo entre la vida y la muerte. – con su permiso empiezo a leer:
“Como hogar de la Corte Real, Suzail impone la moda y las tendencias para el resto de Comryr. Los nobles y los ricos aspirantes a nobles siguen con entusiasmo las modas nuevas, y los diseñadores de la ciudad están más que dispuestos a proporcionarlas. Suzail es un puerto comercial concurrido, y los visitantes de todo el mundo añaden variedad a las tendencias. Se avisa a los aventureros que buscan clientes nobles que se mantengan al día con la moda en la ciudad para causar una impresión adecuada.
La tendencia actual para los hombres son camisas sueltas de algodón blanco con mangas acampanadas y un cuello con cordones y puños a juego con pantalones hasta las rodillas y botas estrechas con ampliación en la parte superior. Para ocasiones oficiales, los hombres visten jubones con dibujos sobre sus camisas. Las capas cortas, normalmente hasta la cintura y a menudo con mangas, son colgadas sobre el hombre. El forro de la capa va a juego con el del jubón. Se llevan dos cinturones, uno para sujetar los pantalones y un segundo para los monederos. Los tahalíes han reemplazado a las empuñaduras de las espadas en los años recientes, pero modas más antiguas cuelgan la vaina del segundo cinturón. El sombrero elegido es un Capitano de ala ancha y una cima que es baja redondeada o plana. A menudo el sombrero está decorado con plumas exóticas, y una de las alas puede ser sujeta con alfileres si se desea.
La moda de las mujeres son una blusa o un corpiño llevado sobre una camisa de señora de algodón blanco, la cual podría tener mangas largas, mangas cortas o sin mangas. El corpiño va a juego con una falda que está divida para desvelar las enaguas de debajo, las cuales están diseñadas para ir a juego con el corpiño. Cuando visten de forma oficial, las mujeres llevan un traje con escotes redondeados bajos y chalecos encima para el calor. Los sombreros y demás tocados de señora varían ampliamente, yendo desde una cofia de lino sencilla a la versión femenina del Capitano.
Los tenderos de ambos sexos añaden varios estilos de delantales o sobretodos sobre sus otras ropas y cualquier sombrero o tocado que prefieran (o el acostumbrado a llevar por su gremio o profesión). Los eruditos, magos y escribas visten túnicas con pantalones y una capa por encima.
Los bastones con adornos son una tendencia de las dos temporadas pasadas. Preferidos por nobles jóvenes e hijos nobles (quienes no tienen utilidad para un bastón real), son el último ejemplo de consumo obvio. Estos bastones son varas delgadas de madera de calidad pulida, con ambos extremos cerrados con metales preciosos delicadamente tallados. Las tapas del mango están talladas con la corona del puesto del dueño, y el extremo tiene el escudo de armas, en relieve, de la familia del dueño.”
Con el final de la lectura del pasquín ambas mujeres se levantaron solemnemente, sin mediar palabra recorrieron la sala hasta una puerta lateral y al entrar en la sala contigua la tormenta se desató. Estáticas hasta ahora las dos costureras de la casa Illance y las cuatro sirvientas que las acompañaban empezaron a correr de un lado a otro, de armario a baúl preparando el equipo de batalla de su señora, evidentemente acorde a la moda.
Prologo III - Un aburrido día en la guardia real purpura
No hacía mucho que había entrado en el destacamento de la Guardia Real, un gran honor para un hijo de un noble menor como él. La emoción cubría cada día, aunque el trabajo en el castillo era algo monótono: una patrulla nada más hacer el relevo, la mañana en la sala de espera, una patrulla antes de comer, media tarde en la sala de espera, recibir el relevo y a descansar al cuartel. Días largos con un ambiente tranquilo en tiempos de paz.
Una de las mañanas se puso a observar a su alrededor. Cierto era que los más novatos no entendían mucho la importancia de aquella sala; pero si observabas a los veteranos, la tensión parecía impregnar el ambiente. El joven curioso empezó a observar la sala con detenimiento: era un salón austero con una única puerta y en su centro, un conjunto de mesas que parecían estar clavadas al suelo donde justo entraba el turno completo, compuesto de cincuenta dragones y cinco magos de batalla. Un salón situado en una de las partes más profundas del castillo, sin ventanas y quizás con una de las cosas más extrañas que él había visto nunca. Justo en el lado contrario a la puerta, una escalera de roca pulida ascendía hasta media pared. Era una pared donde no había puerta; de roca como la misma escalera, como si de un error de arquitectura se tratara, una simple escalera que no llegaba a ninguna parte. Su mente se perdió en sus tiempos en la academia, recordando los cometidos de la Guardia Real: proteger al rey con su vida; algo que en una sala en lo más profundo del castillo no le parecía ahora tan increíble.
Los días pasaban de forma inexorable y los más jóvenes se relajaban cada vez más. Alguno incluso había pedido quitarse las botas en las largas esperas; pero solo habían recibido una rotunda negación y una mirada iracunda de alguno de los sargentos. Otra cosa que le chocaba, el sargento de su destacamento era un hombre alegre, con un aspecto taimado pero que con su buen carácter sumado a sus canas, parecía siempre el tipico tio lejano que te da unas monedas de oro para la taberna mientras con un par de palmaditas en la espalda te dice lo bien que has crecido. Nada que ver con el hombre que se sentaba ahora en la primera silla de su mesa de la sala de espera, con la cara congelada en una mueca de seriedad. En la sala de espera no bromeaba; simplemente se preocupaba de que todos tuvieran el equipo listo y que ninguno se durmiera en la silla.
Pensó alguna vez en preguntar por el asunto; incluso alguna noche casi no pudo dormir dándole vueltas pero evadió el tema de su mente. Era una disonancia del día a día que parecía no cambiar nunca, hasta que lo entendió todo.
Era un día como otro cualquiera, una espera más en esa sala sin ventanas, una calma rota por un zumbido ensordecedor… De repente, justo sobre la escalera, apareció una especie de moneda plateada. Un chisporroteo que empezó a girar. De repente, todos los ejercicios de despliegue en esa oscura sala tomaron sentido, los sargentos y comandantes de cada destacamento sentados cerca del pasillo central empezaron a prepararse al unísono.
La moneda empezó a girar y a crecer. Sin prisa pero sin pausa, el portal fue tomando forma y justo cuando estaba llegando a su tamaño máximo entró un grupo más en la sala. Dos clérigos con túnicas plateadas y azules entraron escoltando a un hombre mayor con una gruesa túnica marrón rojiza. Sin duda era una cara que le sonaba de libros y cuadros.
– Vangerdahast, es la varita emergencia de Thomdor.- Dijo uno de los clérigos con un hilo de voz ahogado por el miedo.
El mago no respondió a las palabras y con una voz que parecía tener magia en cada letra, empezó a gritar órdenes que retumbaban en toda la sala. Como un único ser, las sesenta figuras se empezaron a mover al unísono. Como una serpiente que se contrae y se entiende, las filas entre las mesas se movieron sin un error, sin un paso en falso. Habían entrenado para ese momento; habían entregado su vida a ese momento y, aun con toda esa preparación, cuando atravesó el portal de plata la escena le congeló el corazón.
La zona boscosa parecía un campo de batalla. Al pasar por el portal, las dos primeras escuadras atravesaron la escena sin mirar a nada. Su función era crear un perímetro, una protección para lo que estaba por llegar. Su escuadra y la cuarta fueron las que se encontraron con la escena dantesca: varios caballos destripados, la flora de la zona destrozada y en el suelo casi inerte las tres figuras. Al más joven no lo reconoció y, aunque parecía algo mareado y tenía un extraño color de piel, seguía consciente aunque decía palabras sin sentido. Siguió avanzando y ahí lo encontró. El barón Thomdor de Arabel, Guardián de las Marcas Orientales y Real Mano Derecha del rey Azoun IV de Cormyr yacía en el suelo, con la mirada perdida en el infinito, varias heridas sangrantes y una especie de espuma verdosa saliendo de la boca. Su mente se bloqueó. Thomdor era uno de los mejores guerreros de Cormyr, un hombre increíble y que había dedicado su vida a acompañar al… Cómo del que recuerda que ha perdido algo importante, los nervios se apoderaron del joven. Siguió la mirada del guardián, esperando no encontrar nada, “que sea una mirada perdida”, rezó. Pero sus temores se hicieron realidad: el rey estaba tendido en el suelo. Quiso gritar, pero la voz no salió. Quiso correr hacia Azoun IV, pero las piernas no le respondieron. Unos segundos que parecieron minutos. Su mente solo pudo observar al monarca en el suelo, como un muñeco que no se movía. Entonces de su garganta solo emergieron dos sílabas, como estallando en un grito brutal, “¡¡A mi!!” No hizo falta más. Como un relámpago que rompe la noche de forma instantánea, Vangerdahast apareció al lado de él. Colocó una mano en su hombro, un roce de segundos que transmitió un sentimiento de aprobación del mago al joven dragón y pasó de largo hacia el rey.
Al ver llegar al mago hasta el monarca caído la tensión que sujetaba las piernas del dragón se fue. El sonido de las rodilleras de metal contra el suelo sonó lejos; su mente solo tenía un pensamiento en mente. Ya entendía la tensión en la sala de espera y no volvería a tomarse ese servicio a la ligera.