Prólogo y Epílogo

Epílogo I - Viles promesas

5 de Marpenot (octubre) de 1370

— ¡Adiós! ¡Escribid al llegar!
— ¡Os queremos!

El carruaje engalanado con lazos azules y dorados en honor a los recién casados comenzó a alejarse, haciendo que las palabras de amor quedaran ocultas bajo el traqueteo de las ruedas. Amarsa y Gruen se dieron la vuelta encaminándose hacia su residencia mientras su pequeño desaparecía entre una polvareda tenue. 

La mirada de Amarsa brillaba, emocionada. Cogió la mano de Gruen y le acarició el dorso, en un gesto de amor. La boda le había recordado tanto a la suya… Y seguían tan enamorados como el primer día. No podía pedir otra cosa para sus hijos. Ahora quedaba seguir trabajando con Quiroen y llevarla hasta su mejor versión. 

La mente de Gruen estaba cubierta por una neblina que opacaba toda la felicidad. Quizás era más alivio realmente, aunque estaba intentando contagiarse de su querida Amarsa. Faern lejos de Cormyr y de la Corte significaba una preocupación menos y una vida menos que proteger de cualquier amenaza que cayera sobre la familia. Apretó la mano de su fiel compañera buscando consuelo y serenidad, propias de ella y que ahora Gruen veía tan alejadas de su propio camino. 

— Lady Isoald mandó a decir que le esperaba en la salita, milady. — 

A ninguno le extrañó aquello. Sabían que estaría en la sala del clavicordio, donde Faern había tocado por primera vez y desde entonces se había convertido en el lugar favorito de la casa de Isoald. Subieron con parsimonia, disfrutando de la tranquilidad que reinaba. Conforme se fueron acercando a la sala, sin embargo, esa quietud dejó de ser tranquilizadora. ¿Por qué no se oían conversaciones? Gruen se tensó en las manos de Amarsa, aún agarrado. Los nudillos blancos por la presión eran el reflejo de su temor. Las voces en su cabeza empezaron a gritar con fuerza “No entres, no entres, no entres”; pero Amarsa tiró de él al tiempo que empujó la puerta de la sala. 

Jamás olvidarían la escena que les recibió. 

Quiroen, Anuadar, Isoald y Arphoind estaban en la sala. Se habían sentado mirándose los unos a los otros en las delicadas butacas en torno al clavicordio. Ataviados con sus mejores galas, los cuatro representaban lo cotidiano. Gruen se acercó a su pequeña. Le pasó la mano por el pelo, suave, como una caricia. La cabeza cayó sin fuerza sobre sus hombros. La vida había escapado de su cuerpo tiempo atrás. 

Cuando se fijó, vio un tenue reguero de sangre que llevaba hasta la mesa. Como si de una escultura realista se tratara vio un ciervo coronándola, dando sombra sobre la alfombra. Se giró hacia Amarsa, con ojos atemorizados y se acercó lentamente, oyendo su corazón latir con fuerza. 

Un fuerte olor a ácido le golpeó la nariz y tuvo que entrecerrar los ojos. A pesar de ello, pudo ver cómo no era madera lo que componía la escultura como le había parecido al principio. Eran órganos que, elegantemente entrelazados, daban forma al ciervo que representaba a la casa Bleth. Y entonces vio la nota, un delicado papel con un sello rojo presidiéndolo. “La sangre a traición se paga más cara”. No había firma, pero el blasón del sello era de ellos. Aquellos asesinos habían venido a buscar venganza por… Miró a Amarsa, quien estaba acunando a Aunadar entre sus brazos. 

— Ohlmer… 

Todo empezó a dar vueltas a su alrededor. Observó su alrededor nervioso. ¿Había sido un sueño? El sudor empapaba la sábana, pegada a su cuerpo. Se miró las manos aún temblorosas; el corazón, latiendo con fuerza, no le dejaba escuchar su desacompasada respiración.  Amarsa, tumbada a su lado, seguía ajena a lo que atormentaba su mente.

No aguantaba más; tenía que salir de la alcoba o su mente terminaría de enloquecer. Recorrió el pasillo, infinito bajo sus pasos inseguros. Sin rumbo, pasó por las distintas habitaciones. Aunadar sobre la cama, con una pierna colgando fuera del lecho; Isoald seguramente leyendo alguna novela romanticona. Y su pequeña, Quiroen, abrazaba la almohada bajo la manta. Toda esa normalidad hizo que suspirara, aunque no estaba tranquilo. 

Llegó hasta la sala del clavicordio. Jadeó y pasó de largo. Se apoyó en uno de los sillones de la sala, temiendo caer mientras las imágenes del sueño volvían a su cabeza. Se quedó ahí varios minutos, incapaz de moverse. Intentó calmarse observando el vaivén de la vela, que daba sombra sobre el símbolo en la pared. Con un gesto casi inconsciente acarició el áspero hueso del dibujo. 

Epílogo II - Sombras y sangre, la sonrisa de un Dragón.

25 de Noctal (Diciembre) de 1370

          Las noches tranquilas son las que mecen los miedos en la oscuridad. No es más perturbador el ruido en la oscuridad que el silencio absoluto y Arabel, con más de treinta mil personas en ella, no era un lugar silencioso ni cuando caía el sol. La joven se despertó sobresaltada; con nueve años de edad ya estaba más que acostumbrada a dormir sola en su cuarto, pero un escalofrío en la noche le recordó sus miedos entre sábanas. Con pasos inseguros arrastrando su peluche favorito empezó a recorrer el pasillo. Se guiaba en parte por su memoria, en parte por las siluetas que la luz de las estrellas desdibujaba a través de las ventanas y se marcaban en algunas zonas del suelo y los muebles. Como si su instinto le dijera que algo no estaba bien, la niña frenó e intentó fijar la vista. Un haz de luz roja confirmó sus temores. A unos veinte metros de distancia, sobre una mancha líquida oscura, vio a la criatura. Una especie de murciélago gigante se alimentaba del cuerpo de una de las doncellas, la cual ya sólo era reconocible por los jirones de tela oscuros y los volantes claros manchados de sangre que se movían al son de las mandíbulas de la criatura. Otra bengala en el exterior y el repentino restallar de las campanas de alerta devolvieron el control de su propio cuerpo a la niña. Con un nudo en el estómago, su cuerpo reaccionó al instinto más primordial que puede tener un ser vivo. Giró totalmente sobre sí misma y empezó a correr en dirección contraria. No miró atrás y, aunque parte de su mente quería creer que era una pesadilla, no necesitaba volver a ver a la criatura. Sólo corrió y corrió mientras escuchaba las garras raspar la piedra del suelo cada vez más cerca.

            Las patrullas en la ciudad eran un caos. La mayoría de la magia, como los círculos de alarma o los escudos de protección, no estaba funcionando como si algo se alimentara de ella. Los grupos de dragones donde había magos de batalla eran arrasados en cuestión de segundos, como si las criaturas sintieran la magia, como si les llamara de forma salvaje. Los grupos más grandes pudieron aguantar el tiempo suficiente para lanzar bengalas de alerta e intentar recuperar algo de cordura en la que se recordaría como una de las noches más oscuras y sangrientas de Arabel. El protocolo era simple: ir casa por casa para escoltar a la mayor gente posible hacia el centro de la ciudad, donde el cuartel principal de los dragones tenía medios para evacuar a los civiles a Marsember y Suzail, en un triángulo de seguridad entre las grandes ciudades hecho de poderosos portales. Aisa no dudó. Sólo tenía una docena de hombres en su equipo y sabía que el bienestar de los ciudadanos era la prioridad principal; así que con dos órdenes directas y claras, el grupo se dividió cardinalmente. Los tres escuadrones de cuatro dragones salieron disparados por diferentes calles, cada uno con una zona objetivo y una idea en mente “proteger y escoltar”. Ella empuñó su espada y, sin miramientos, entró en la casa que tenía justo al lado. No se fijó en si había blasón. Simplemente entró y empezó a recorrer los pasillos. Ya sintiendo el aliento en su nunca, la niña cruzó el arco que unía el pasillo con el salón. Su mente, atascada en el miedo, se hundió en preguntas sin respuesta; en pensamientos dedicados a su hermano, sus padres, su abuela… Tan encerrada estaba en estas sensaciones que la silueta que se cruzó con ella sólo pareció un borrón morado y plata.

          Al ver a la niña de frente, el deseo de llegar y la activación de las grebas mágicas dieron el impulso necesario a Aisa para atravesar el salón. La niña no pareció verla y la criatura, cegada por la presa fácil, no tuvo tiempo de reacción. La espada de la capitana seccionó en dos, entrando por el hombro del ala derecha, la cual ya se adelantaba con sus garras hacia la espalda de la niña, y saliendo entre ambas piernas de la criatura. Un corte limpio y certero, pero no fácil por ello. La joven sintió cómo la dura carne de la criatura había provocado una resistencia descomunal incluso para un filo mágico como el de su espada. Aisa se dio unos segundos para observar a la criatura. Seguramente tendría unos tres metros de altura, con cuatro extremidades muy parecidas a un humanoide; pero los brazos eran extremadamente largos con una membrana de ala uniendo desde la muñeca a la cadera, pasando por la axila. Un engendro que parecía vampírico y que seguramente pesaría lo mismo que un caballo de guerra. La niña la sacó del análisis al agarrarse a su pierna, temblando, descalza y con varias magulladuras por la huida. Sin embargo, ese sería el último momento de paz que iban a tener. La joven dragón sabía que no estaban solas y que no podría pelear tranquila con la niña. Su vista recorrió la sala. Cogió a la niña con delicadeza y se acercó a un lateral. Abrió las puertas de la cómoda, sacó varios bultos de dentro con su brazo libre y la metió dentro: “Tranquila, quédate ahí quieta, en silencio. Cuando acabe todo te sacaré”. Cerró la puerta y se preparó para el combate.

           Cuando Vangerdahast atravesó el portal desde Suzail en dirección a Arabel ya hacía una hora que la alarma había sido declarada. La mayoría de civiles habían sido evacuados hacia Marsember y parecía que era el momento de evaluar y contraatacar. Subió las escaleras pesadamente hasta llegar al lado de Alusair y Vom en la terraza del fortín. Venía preparado para todo; pero lo que vio superó sus años de edad. El cielo era un hervidero de criaturas voladoras y las murallas exteriores ni existían. Múltiples columnas de humo subían desde todos los puntos de la ciudad y el sonido de la batalla se extendía como si no hubiera fin en el choque de espadas. De pura rabia comenzó una letanía, un conjuro que sólo Mistra podría imaginar cuán destructivo podría llegar a ser. Se detuvo de golpe al sentirlo. Unos ojos oscuros se fijaron en él; media docena de criaturas se abalanzaron sobre la terraza. Junto a ellas, media docena de cadáveres les siguieron en el instante en que el comandante y la princesa desenvainaron sus espadas. El mago sintió algo olvidado entre sus recuerdos: miedo… La sombra de algo que en la noche amenazaba la ciudad. Las palabras casi no hicieron falta entre los tres. La ciudad estaba perdida. El mago se acercó a la princesa con los nudillos blancos de impotencia y se unió al puesto de observación con un solo deseo en mente, que las líneas de defensa aguantasen lo suficiente para que las últimas partidas de rescate pudieran salvar al mayor número de personas posible.

           Las indicaciones no habían sido complejas de seguir. Momentos antes, la partida de Hoi había tropezado con una de las escuadras de Aisa y les habían indicado la casa donde se habían separado. El capitán entró encabezando la marcha. La casa estaba en relativo silencio y de pronto, toda la patrulla frenó en seco. El cuerpo de la joven estaba lleno de cortes y magulladuras; no pudieron evitar fijarse en la ausencia del brazo izquierdo, que parecía arrancado de cuajo y que sangraba desde el codo lentamente. El resto de los dragones se quedaron observando la escena mientras el Cormaeril se acercaba al cadáver. Sin mediar palabra, sin mueca alguna en el rostro observó la escena. No sabía la cantidad exacta, ni se iba a parar a contarlas; pero más de una docena de criaturas cubrían el suelo en un semicírculo perfecto alrededor de la guerrera, como si ese último bastión hubiera sido defendido con el alma. Se inclinó levemente para acercarse al cuerpo. Sabía que no había nada que hacer; pero, al menos, recogería su insignia y le dedicaría un minuto a una vida de entrega. Un sollozo atrajo su atención. Tras la espalda de la dragón, en una pequeña cómoda, encontró a la niña acurrucada y entonces entendió todo. Entendió la lucha; la sonrisa en el rostro de Aisa y cómo había partido sin remordimientos. Una lágrima recorrió el rostro del capitán. Una lágrima que no pudo reprimir como el grito de rabia que se ahogaba en su garganta.

           La sonrisa en el rostro del dragón brotó alegre. Observar desde lejos la desesperación de la ciudad, sentir cómo la muerte poblaba sus calles parecía hacerle feliz. Llevaba años preparando su venganza contra los cormyrianos y, aunque no había necesitado bajar para arrasar Arabel, la satisfacción se plasmó en su rostro. Una alegría palpable que él no sentía, tampoco miedo, ni remordimiento. Sí, entre los muertos tal vez hubiera gente que conocía, pero eso ya no le preocupaba. Por más que observara a la criatura que le había otorgado su más anhelado sueño disfrutar de la matanza, él no sintió nada. Todo producto de la promesa hecha por Myrkul y cumplida por el dragón y su vampiro vasallo. Gruen siguió observando la escena, esperando ver si algo desataba algún tipo de sentimiento, pero su humanidad se había parado, como su corazón. Sólo un pensamiento le robó una pequeña sonrisa que tensó sus ahora fríos labios. “Los Bleth ahora serán eternos…”